viernes, 25 de mayo de 2012

SOBRE RATONES Y LIBROS

  
Cuando de pequeño le preguntaba a mi padre para qué servía leer él siempre me contestaba: para ser mejor persona. Era como una respuesta automática que nunca ampliaba y que a mí me sonaba similar a otras frases cliché como el «si me engañas a mí te estás engañando a ti mismo» que nos soltaban los profesores cuando nos pillaban copiando en los exámenes o el «si no estudias no serás nada en la vida» que me espetaba mi abuela cada vez que yo le pedía salir a jugar al parque a la hora de los deberes.

Algo similar me ocurrió la primera vez que le oí decir en clase a Javier Cercas que leer servía para vivir otras vidas y por lo tanto ser más libre. Sonaba muy bien pero ¿qué carajo quería decir eso? La primera parte estaba clara; la segunda no tanto. Lo entendí cuando leí su artículo La droga más dura: vivir otras vidas no era nada más que ponerse en el pellejo de los demás y, durante la lectura, no ser tú sino ellos. Y era verdad, eso te hacía más libre porque te daba opciones. No solo se podía vivir y pensar como tú habías vivido y pensado siempre sino que, por unas horas, podías vivir y pensar de maneras diferentes y quizá alguno de esos modelos o todos mezclados podías trasladarlos a tu vida real.

Hace unos años, gracias a un libro de esos que te hacen quedarte pegado al sillón hasta que lo terminas, fui un ratón. Ese libro se llamaba Firmin y explicaba en primera persona la vida de un roedor que empezó por comerse los libros literalmente y acabó devorándolos literariamente. Firmin leía todo lo que se le ponía por delante y a partir de ahí adquiría humanidad e intentaba, en vano, establecer algún tipo de contacto con humanos tan deshumanizados que, a la mínima ocasión, le contestaban con un escobazo o una tentativa de envenenamiento con mejunje químico entremezclado en un jugoso pedazo de queso.

Los primeros ruidos empezaron a media noche más o menos. Era obvio que se trataba del roce de las uñas de algún animal contra la madera y estaba claro, también, que ese animal tenía que ser un ratón. Enseguida supe que el roedor había descubierto el boquete que los operarios habían hecho debajo de la pila de la cocina para desatascar una tubería, un par de meses atrás. Abrí el armario y me asomé; él también se asomó por el otro lado y entonces reconocí a Firmin y sonreí. Casi pude oír cómo él, tras unas décimas de segundo con el cuerpo y la mirada paralizados, decía ¡...oups! y se escondía de nuevo.
Tapé el orificio con abundante papel de periódico para impedir su entrada a mi casa proporcionándole, al mismo tiempo, algo que comer y pensando que hasta que devorara toda aquella cantidad de papel podían pasar meses. Lo que no pensé es que Firmin hubiese tenido tiempo de entrar y esconderse debajo del frigorífico en lo que yo daba forma de pelota al papel de periódico. Terminé mi obra de ingeniería y me fui a dormir satisfecho.
Poco después me pareció oír ruido de botellas de vidrio chocando entre sí. No puede ser, pensé, y me volví a dormir. Al poco, otra vez ruido de arañazos en la madera. Sí era, era él y estaba allí, al pie de la cama, paralizado de nuevo unos segundos, esta vez sin mirarme, como si quisiera hacer ver que no estaba allí. De repente salió disparado colándose, con una maniobra similar a la de los jugadores de fútbol cuando hacen la piscina, por la pequeña holgura existente entre la puerta y el suelo.

Lo primero que hice fue abrirle de nuevo el paso para que pudiera regresar a su madriguera y lo segundo sentarme en la taza del váter a pensar —con la vista fija en la cocina— en posibles estrategias para obligarle a volver a casa, a la suya, claro. Desde allí lo vi salir de nuevo, sigilosamente, con las orejas muy tiesas. Me sorprendió en plena micción, así que me limité a gritarle: ¿A dónde vas? ¡Detente! Él me miró, supongo que con una sonrisa de ratón, y volvió sin prisa a su escondite. Ya me estaba quedando dormido, apoyada la cabeza en la palma de mi mano, cuando lo vi salir de nuevo. Esta vez sí me levanté y, armado con una escoba, avancé lentamente hasta reconocerme, en el espejo lateral, en uno de esos hombres deshumanizados con los que Firmin ya se había topado anteriormente. Derrotado, solté la escoba, cogí una toalla del baño para tapar el hueco de debajo de la puerta del dormitorio y me metí de nuevo en la cama.

No sé si la literatura nos hace mejores personas; lo que está claro es que ayer, a Firmin, le salvó la vida.

8 comentarios: