lunes, 18 de junio de 2012

La batalla contra el sueño

If they are gone beyond recall let us hope, at least, that in gatherings such as this we shall still speak of them with pride and affection, still cherish in our hearts the memory of those dead and gone great ones whose fame the world will not willingly let die.
James Joyce, The dead.¹ 

Grafito sobre papel de Pío César Robla
El lugar nuevo siempre le había parecido un nombre raro para una finca. Recordaba haber pasado por allí varias veces acompañado de su madre, que  siempre se detenía ante la cerca a contarle las mismas historias sobre su infancia en la casa. Él las conocía todas perfectamente pero le dejaba seguir por el placer de volver a imaginarla jugando, riendo y divirtiéndose.

Aprovechó los primeros días de vacaciones para ir de nuevo al pueblo, después de tantos años y tanta muerte. Nada era ya lo mismo y cada vez resultaba más difícil respirar aquel aire obligadamente melancólico. Apenas llegó, empezó con las pesquisas hasta que, por fin, dio con él. El Sr. Vargas, el propietario de la finca desde hacía siete años, resultó ser un hombre muy campechano que escuchó pacientemente su historia por teléfono y aceptó enseñarle la casa. Lo citó un martes por la tarde, a las siete y media; la emoción hizo que por una vez en la vida fuera puntual, pero le empezó a invadir el desengaño cuando a las ocho todavía no había rastro del Sr. Vargas. Estaba a punto de marcharse cuando apareció, con su gorro de ala caída y una relajada sonrisa. Le dijo que la vida en los pueblos ya no era como antes y que no tenía mucho tiempo; le contó que había tenido que marcharse a vivir a una ciudad cercana para poder gestionar sus negocios y que solo venía algunas veces, sobre todo en verano. Ha tenido usted suerte ―dijo Vargas con una media carcajada. Nunca me gustó vivir en el pueblo ―añadió al rato― ya sabe, la rutina, el aislamiento... y los cotilleos, sobre todo los cotilleos. Aunque admito que me encanta venir aquí de vez en cuando.
Él le habló de nuevo de su familia; le contó que su abuelo había empezado a trabajar como guarda de la finca en los años cincuenta, que por entonces no había electricidad en la casa y que al anochecer se sentaban todos junto a la lumbre y pasaban las horas charlando y escuchando los poemas que su abuela leía y que Félix recitaba de memoria. ¡Igualito que ahora! ―bromeó Vargas.

Cuando puso el pie en el interior de la casa sintió un leve mareo. Avanzó lentamente por aquel lugar que la imaginación le había mostrado tantas veces y que entonces le mostraban los ojos sin apenas diferencias. Al final de un estrecho pasillo estaba la antigua cocina, donde las palabras parecían todavía resonar en los escasos huecos que debían de dejar los entonces once miembros de la familia, de los que ya habían muerto varios: Félix, los abuelos, su madre... Las palabras del Sr. Vargas se diluyeron en su cabeza para salir de nuevo a mezclarse con la voz de Félix que iba cobrando fuerza y recitaba, ahora ya con una seguridad aplastante, un poema sobre un chiquillo desvalido que cuidaba unas vacas; le pareció ver también a su madre luchando contra el sueño. 
La voz del Sr. Vargas se superpuso de nuevo para inquirirle: sus familiares, digo, ¿viven aún?
Contestó sin vacilación: sí señor, todos viven.
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 1. "Si se fueron más allá del recuerdo esperemos que, al menos, en reuniones como esta todavía los mencionemos con cariño y afecto, que todavía permanezca en nuestros corazones el recuerdo de esas grandes personas, muertas y desaparecidas, cuya memoria el mundo se resista a dejar morir."
James Joyce, Los muertos.

4 comentarios:

  1. Felicidades, parece 'los otros' escrito por Borges. Un abrazo!

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  2. Precioso.

    Me ha encantado, como siempre, pero este más aún.

    Nuevamente, mil gracias por regalarnos tus adentros.

    ¡Un abrazo y mucha música!

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