
En
el tren de vuelta a mi casa de Barcelona, el tiempo pasa lentísimo.
Intento ocuparlo leyendo el formidable libro de David Abulafia El
gran mar: una historia humana del Mediterráneo, pero el jaleo
que tienen montado en el vagón unos tenistas preadolescentes que
vienen de un torneo lo hace imposible.
Casi
es la una y siento un hambre repentina. Me viene a la cabeza todo lo
que podría haber comido ―e incluso envuelto en servilletas, para
el camino― en el bufé del hotel, tan amablemente sufragado por la
organización del Congreso de Profesores de Lengua al que he asistido
durante el fin de semana; pienso también en la facilidad con que le
cambia a uno la suerte.
Sonrío aliviado
al ver que en la guantera del asiento delantero hay un folleto con
los menús del vagón-restaurante. Salvado, me digo. Vuelvo a la
desesperación en cuanto compruebo que en mi cartera no hay más que
un par de euros, cantidad más que insuficiente para los precios
desorbitados que aparecen en el folleto. En la parte inferior, sin
embargo, leo: «se aceptan tarjetas para importes superiores a 6
euros». Casi todos los importes son superiores a seis euros, así
que salgo disparado, dispuesto a pagar lo que me pidan por un
bocadillo prefabricado.
Quizá
por la hora o porque acabamos de pasar por una estación importante,
la barra del pretendido restaurante está llena de viajeros
hambrientos. Espero, impaciente, mi turno y, cuando al fin llega y
veo el aspecto del emparedado que me acaban de servir, me digo que
debo de estar realmente hambriento. Ya estoy a punto de hincarle el
diente, cuando el camarero lo evita pidiéndome el DNI porque, al
parecer, la maquinita no permite teclear el número secreto y debe
asegurarse de que yo soy yo. Cumplido este trámite vuelvo impaciente
al bocadillo, que se salva in extremis de un enorme mordisco,
gracias a una nueva intervención del camarero:
― No
funciona ―dice.
― ¿Cómo?
―pregunto mientras suelto el bocadillo con resignación.
― Que
no funciona ―insiste―. Dice sin
servicio.
¿Lo ve? ¿No tiene otra tarjeta?
Intento
convencerle de que si dice sin
servicio
será que la maquinita de marras no tiene cobertura y, por eso, no
funciona.
― Oiga
―contesta con cierta socarronería―, la máquina lee la tarjeta y
funciona perfectamente. Dígame, ¿tiene usted otra tarjeta?
A
pesar de lo que cree el camarero y también los clientes-viajeros que
han interrumpido sus conversaciones para observar el desenlace del
triste episodio, yo sé perfectamente que mi economía todavía puede
resistir una cuenta de siete euros. Por eso le entrego la tarjeta de
mi banco turco, convencido de que ni siquiera una American Express
podría acercarme de nuevo al ansiado bocadillo. Sin
servicio.
«Haga así, a ver», interviene la señora que está sentada a mi
lado, mientras frota la mano derecha contra su pecho para adiestrar
al camarero en la maniobra. Él obedece, más por compromiso que por
convencimiento, y prueba con desgana una vez más.
― Nada,
lo siento ―dice mientras convierte mi espacio de la barra en un
desierto.
Dos
jóvenes sentadas a mi izquierda me miran con cara de lástima y la
señora esconde su vergüenza ajena en un vaso de agua. Me quedo allí
parado tres o cuatro segundos, como esperando a que pase algo, no sé
muy bien qué. Pasa que las conversaciones se reanudan torpemente y
las miradas ya sólo me enfocan de soslayo; que se me quita el hambre
y la ingenuidad y me viene la pena; que entiendo que ya estoy en casa
y en la película de mi país, escenas como esta no se interrumpen,
solo se observan y se guardan celosamente como valiosas historias
dramáticas que contar a un vecino o a un amigo o al universo; por un
momento temo, incluso, que alguien saque su teléfono móvil para
capturar el momento.
Como
allí ya no pinto nada, regreso a mi vagón, donde los chicos siguen
hablando a voz en grito de sus partidos y sus raquetas, y donde el
resto de viajeros empieza a desenvolver tesoros ocultos en papel de
aluminio y a comer cosas que ronchan. Les pediría algo pero no me
atrevo. Ya sé que nadie tiene por qué hacerse cargo de mi situación
y que no soy nada de nadie. Así que me deslizo por el asiento e
intento desaparecer, esta vez literalmente.