Esta es una historia triste; o debería serlo
porque es una despedida. La vuelta a casa mil veces deseada y otras tantas
aplazada, parece imponerse ahora sin remedio. Es, en realidad, una retirada y,
como todas, está teñida de frustración y de fracaso que se huelen en el fondo,
inútilmente recubiertas de un optimismo imprescindible. Algunos paisajes,
algunas enseñanzas, dos o tres almas, forman esa cobertura dulzona; las
frustraciones y fracasos son banales, vulgares, y por ello innecesaria su
disección.
Las cajas ya están cerradas y, mientras se llena
la última maleta, uno se pregunta qué hacer con todas esas risas y canciones
que has dejado por las paredes. Será mejor dejarlas ahí para que se las
encuentre el próximo inquilino y sienta ese bienestar inexplicable que algunas
casas desprenden desde el primer momento. Será mejor reservar los últimos
huecos en la maleta para la miseria de Van[1],
las historias inhumanas de Soma[2]
y las ansias de libertad de esos jóvenes cuya valentía ridiculiza, por
contraste, a este ser cobarde.
Será mejor, ya puestos, sacar un par de jerséis y esas estúpidas gafas de sol mías y dejar que ocupe su lugar la vitalidad de
esa mujer aplastada que, aun así, se levanta cantando y se acuesta bailando con
una sonrisa que tampoco acierta a esconder la frustración ni el fracaso.
Será mejor llevarse todo eso y sacarlo enseguida
al llegar a casa y ponérselo inmediatamente, antes de que la nueva temporada de
Zara consiga que uno arrincone ese equipaje tan valioso, tan frágil, tan
efímero.
[1] La
ciudad de Van, situada al este de Turquía, sufrió en 2011 un terremoto de 7.2
grados en la escala Richter. Algunos de los damnificados siguen viviendo en condiciones
pésimas.
[2] El
accidente en la mina de Soma, en 2014, puso de manifiesto el trato infrahumano
al que estaban sometidos sus trabajadores.